Por Hernán Brienza Periodista y politólogo.
Y un día cualquiera del año 2010, Evita –Eva Perón, claro– resucitó como un símbolo de entre las cenizas. Y lo hizo sin atender a los caprichos de los aniversarios redondos ni tampoco a las necesidades de la política cotidiana. Volvió silenciosamente, como aparecían los “no me olvides” con que la Resistencia Peronista, tras el golpe de 1955, recordaba a la “abanderada de los humildes”. Pero no regresó gratuitamente –los símbolos populares nunca lo hacen en forma vana– sino como un rescate histórico monumental. Vuelve a decirnos algo sobre nuestro propio tiempo político. Nos interpela. Nos anuncia que tiene algo que decir.Es imposible pensar a Evita. Nadie está exento de esta sentencia. Ni los que fueron y son quemados por esa llama inspiradora ni los que la odian o desprecian. Evita significa y desnuda la verdadera lucha de clases en la Argentina. No es la riqueza ni la propiedad de los medios de producción. Es un símbolo, una presencia. Un sentimiento cultural, histórico, identitario. Perón no es Evita. Aun cuando aquel líder hubiera sido impoluto, honorable, incorruptible, heroico, coherente hasta el aburrimiento –cualidades que no tuvo pero que tampoco lo desacreditan ante la Historia– jamás habría logrado convertirse en ese nombre que es una bandera para ser llevada a la victoria. Evita es impensable. Lo fue en sus contradicciones, sus pasiones, sus arrebatos, en su hermosa juventud, en su muerte despreciable, en sus fantasmagóricos regresos del Más Allá, en la promesa de ser montonera. Lo fue en sus brutales e hirientes palabras contra la oligarquía, en el rasgueo de voz aflautada y guerrera. En esa despedida poética en la que se despide de sus grasitas, sus descamisados, con la voz quebrada y dice: “Yo no quise ni quiero nada para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo, y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria. Yo sé que Dios está con nosotros, porque está con los humildes y desprecia la soberbia de la oligarquía. Por eso, la victoria será nuestra. Tendremos que alcanzarla tarde o temprano, cueste lo que cueste y caiga quien caiga.” Es impensable en esa promesa de alcanzar la victoria. Y en ese axioma que divide a la Argentina entre los humildes que están con Dios –el pobrerío es fin y principio de su ética cristiana– y la oligarquía soberbia.En esa frase sentimental, de telenovela, se reduce, quizás, todo el pensamiento de Evita. Todo el sentimiento. Y tal vez allí se encuentre con una profundidad absoluta el significado de su existencia. Ella está allí para recordarnos a los humildes que alguna vez la dignidad de ser iguales fue posible. Sólo quien sintió la dignidad de recibir de regalo una pelota o una bicicleta de la Fundación puede saber de qué se trata esa esperanza. Yo vi esa reivindicación en los ojos de mi madre. Por eso me es imposible pensar a Evita. Porque ella es un signo más que un símbolo. Es ese río de fuego que atraviesa la Historia argentina. Algunas veces se reduce a un tizón. Y otras veces se enciende, y arde en las miradas.
Y un día cualquiera del año 2010, Evita –Eva Perón, claro– resucitó como un símbolo de entre las cenizas. Y lo hizo sin atender a los caprichos de los aniversarios redondos ni tampoco a las necesidades de la política cotidiana. Volvió silenciosamente, como aparecían los “no me olvides” con que la Resistencia Peronista, tras el golpe de 1955, recordaba a la “abanderada de los humildes”. Pero no regresó gratuitamente –los símbolos populares nunca lo hacen en forma vana– sino como un rescate histórico monumental. Vuelve a decirnos algo sobre nuestro propio tiempo político. Nos interpela. Nos anuncia que tiene algo que decir.Es imposible pensar a Evita. Nadie está exento de esta sentencia. Ni los que fueron y son quemados por esa llama inspiradora ni los que la odian o desprecian. Evita significa y desnuda la verdadera lucha de clases en la Argentina. No es la riqueza ni la propiedad de los medios de producción. Es un símbolo, una presencia. Un sentimiento cultural, histórico, identitario. Perón no es Evita. Aun cuando aquel líder hubiera sido impoluto, honorable, incorruptible, heroico, coherente hasta el aburrimiento –cualidades que no tuvo pero que tampoco lo desacreditan ante la Historia– jamás habría logrado convertirse en ese nombre que es una bandera para ser llevada a la victoria. Evita es impensable. Lo fue en sus contradicciones, sus pasiones, sus arrebatos, en su hermosa juventud, en su muerte despreciable, en sus fantasmagóricos regresos del Más Allá, en la promesa de ser montonera. Lo fue en sus brutales e hirientes palabras contra la oligarquía, en el rasgueo de voz aflautada y guerrera. En esa despedida poética en la que se despide de sus grasitas, sus descamisados, con la voz quebrada y dice: “Yo no quise ni quiero nada para mí. Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo, y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria. Yo sé que Dios está con nosotros, porque está con los humildes y desprecia la soberbia de la oligarquía. Por eso, la victoria será nuestra. Tendremos que alcanzarla tarde o temprano, cueste lo que cueste y caiga quien caiga.” Es impensable en esa promesa de alcanzar la victoria. Y en ese axioma que divide a la Argentina entre los humildes que están con Dios –el pobrerío es fin y principio de su ética cristiana– y la oligarquía soberbia.En esa frase sentimental, de telenovela, se reduce, quizás, todo el pensamiento de Evita. Todo el sentimiento. Y tal vez allí se encuentre con una profundidad absoluta el significado de su existencia. Ella está allí para recordarnos a los humildes que alguna vez la dignidad de ser iguales fue posible. Sólo quien sintió la dignidad de recibir de regalo una pelota o una bicicleta de la Fundación puede saber de qué se trata esa esperanza. Yo vi esa reivindicación en los ojos de mi madre. Por eso me es imposible pensar a Evita. Porque ella es un signo más que un símbolo. Es ese río de fuego que atraviesa la Historia argentina. Algunas veces se reduce a un tizón. Y otras veces se enciende, y arde en las miradas.
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